Señales de humo (Sobre la despenalización de la tenencia de marihuana … en Argentina) [01/09/09]

Durante estos últimos veinte años, luego de la sanción de la ley 23.737 que prohíbe el cannabis entre otras sustancias, se consolidó en Argentina una cultura alrededor de los frutos de esta planta, de sus hojas y sobre todo de su manufactura: el porro, el faso, el churro o, como diría el caretaje, “el cigarrillo de marihuana”. La ilegalidad, hay que reconocerlo, favoreció la glorificación. Después de todo, sentirse un delincuente por prender un troncho en la plaza del barrio o zigzagueando entre los bulevares de la avenida 9 de Julio tiene lo suyo. El que lo hizo lo sabe. Se disfruta el doble.

Sin embargo, la persecución no es la misma para todos. El que no tiene un techo para echar humo corre más peligro que el que lo tiene porque siempre debe ejercer su privacidad en la esfera pública. Muchas veces, los que tienen un hogar no pueden fumar porque sus padres no se lo permiten, porque temen dar “el mal ejemplo” a sus hijos o incluso para evitar problemas con su pareja. Es lo que le pasaba a una amiga que preparaba su porro antes de ducharse para que el vapor tapara el aroma y se fueran juntos por el extractor, sin que su novio se diera cuenta. Así como hubo una salida del closet en la sexualidad, podría decirse que ahora hay una salida del baño con la marihuana.

Hizo falta convertir la estigmatización en orgullo para que esto ocurriera. La prueba es escuchar hoy a un fumón que adoleció los años ’80, algo que genera ternura y un poco de indignación también. La fuente, un pendeviejo, dice que en aquel tiempo no se fumaba ni en las fiestas ni en los boliches ni los asados. Recuerda, por ejemplo, que la primera vez que se lo llevaron detenido fue por fumar en la calle y no por su militancia, que los camaradas del Movimiento al Socialismo, la crema progre del momento, pedían a los fumetas no llevar porro y material del partido en el mismo bolso. Cosa que no los detuvieran y quedara “escrachado” el partido por drogón.

El autocultivo, salvo en El Bolsón o en las sierras cordobesas, no era parte de la cultura como lo es ahora que se pueden conseguir hasta semillas feminizadas (si no lo sabe, entérese: los machos no pegan). El dealer era alguien del barrio, un ser apreciado y hasta cuidado por sus clientes, que no creían en eso de que vendía en la puerta de colegios primarios. Había que ir a visitarlo para comprar y de paso garronearle unas pitadas de la yerba paraguaya, tierra prometida para la planta favorita de esta generación: calor violento y un suelo cargado de minerales. Aunque con el tiempo todos los transas te cagan, siempre les terminás agradeciendo. Son las paradojas del fumón cautivo.

A mediados de los ’90, la aparición del delivery de faso en las ciudades revolucionó el mercado. Los porteños tal vez recuerden la mensajería Avy Express y sus chicas jóvenes con cara de universitarias que entregaban faso (mínimo 25 gramos) envuelto en papel de regalo y con una factura por “un viaje”. La masificación ya entonces era un hecho. El problema seguía siendo dónde fumar. Hubo un nutrido grupo de amigos platenses que resolvieron este dilema pernoctando en el consultorio odontológico del padre de uno. Se apretujaban en la sala de espera y el pasillo para quemar churro. Se iban pocos minutos antes del horario de atención, usando desodorante de ambiente para limpiar las huellas. Nunca los descubrieron.

De a poco, los no fumadores se convirtieron en minoría en las reuniones sociales, en los recitales, en el furgón del tren, en la esquina del barrio donde para la pendejada. Hay un sitio de secretos en Internet, contamelo.com.ar, donde queda evidenciada la situación. “La verdad es que me MUERO por fumar porro –escribió un chico de 21 años– pero tengo tan ‘poca calle’ que no sé cómo conseguir faso, encima me he cansado de leer que todo el mundo fuma y la pasa bomba, y yo que quiero y no sé cómo. Alguno que me tire alguna solución, plis. Soy de Rosario.” En el foro le respondieron esto: “Vas por la calle, ves que cuando pasás por al lado de un flaco, éste saca una bolsa y la mira, lo mirás, le decís ¿de cuál es?, le preguntás cuánto sale. Le das la guita, compras sedas, picás el fasssito, lo enrollás en el lillo y te lo fumás, vas a quedar como Buda en el monte Everest practicando lanzamiento olímpico de consoladores. Sí, yo también fumo”.

El porro, por sus características, se convirtió en una forma de socialización. Sirve para romper el hielo y rara vez defrauda. A diferencia de la cocaína o el LSD, no existe la muerte por sobredosis de porro. Se puede tocar fondo, cualquiera que fume yerba en pipa de agua puede dar fe, pero no pasa de una baja de presión (curable con jugo de naranja) o un K.O. de sueño. Lo más desesperante es el bajón, el hambre voraz que suele llevar al porrero novato a prácticas desaforadas. Como esos amaneceres donde un pedazo de pan viejo con cebolla pueden ser el único consuelo. Para lo demás, existen esas novedosas parrillas con microondas abiertas 24 horas, donde sirven el inefable patybajón.

De a poco, el país se acomoda al millón y medio de porreros que lo habita, según encuestas oficiales. Si a esto se suma el reciente fallo de la Corte Suprema en pos de despenalizar la tenencia de drogas para uso personal, podría decirse que la cultura cannábica está viviendo un gran momento. Hay un sitio web, el foro argentino del sitio español

cannabiscafe.net, donde cultivadores y activistas se contactan, intercambian información, se organizan. Hace casi tres años que existe la revista THC, órgano oficial de la movida y prueba concreta de que se puede escribir sobre el asunto sin que te pongan las esposas, aunque fue denunciada judicialmente. En Córdoba se armó la Asociación Cogollos y hay una TV en web: informepsicoactivo.com

En medio de esta normalización, aún no desaparecen las contradicciones que genera la convivencia de la ilegalidad de la marihuana con la legitimidad que gana a diario. Vaya un ejemplo, uno cruel. Hace poco un lector de la revista THC contó en el correo que la policía le había pedido salir de testigo de un procedimiento antidrogas contra un fumeta. Los canas, miserables, le mostraban la prueba del delito: un bagullo que alcanzaba para dos porros. El lector tenía 50 gramos encima y estaba fumado. En la carta relataba su sufrimiento, la indignación que le causaba salir de testigo. No sabía cómo negarse. Peor aún: no podía negarse, ya había mostrado los documentos.

En febrero de este año la propia policía informó del caso de un joven en Tucumán que pedaleaba fumándose un fino en la capital de esa provincia y tuvo que saltar de la bici para escapar de los agentes de la Dirección General de Drogas Peligrosas. Lo atraparon en medio de un barrio humilde y pidieron testigos. Nadie quiso salir (y eso que se pueden comer de 15 días a un mes de prisión por desacato). Para poder armarle una causa, tuvieron que convocar como alcahuetes al comisario y al subcomisario de la seccional.

Para acabar con estas realidades hace falta terminar con la prohibición de la marihuana. En eso no se equivoca Pity Alvarez, que fue protagonista de causas judiciales absurdas, como la de Calamaro. “Pagamos precios y riesgos muy caros para conseguir, lo que la naturaleza nos da nadie nos debería prohibir”, canta en el himno fumón titulado “Legalícenla”. Liberar la planta se convirtió en el nuevo horizonte de la militancia cannábica, que concentra el primer sábado de mayo en varias ciudades del país, con más asistencia cada año en lo que se conoce como muchos países “Global Marihuana March”.

El reclamo pasa por un tema de calidad, de autonomía, de salud. Una flor bien secada y curada pega diez veces más y mejor que un faso paraguayo prensado. Los cultivadores más expertos ya tienen su propio torneo desde hace ocho años, es único en todo América: La Copa del Plata. Alrededor, crece la industria de la parafernalia, las sedas, los bongs, las pipas y todo lo relacionado con el cultivo. Vaya otra paradoja de la prohibición, con semejante territorio, los fumetas de ciudad siguen dependiendo de los complejos indoor, armados en baños, placares y hasta en heladeras viejas, con luces potentes para hacer crecer y florar el cannabis.

Además del espíritu gourmet, el innegable uso medicinal ya comienza a cobrar fuerza entre los propios médicos que tratan pacientes con cáncer, sida, anorexia e incluso esclerosis múltiple. El porro no cura, pero podría hacer más llevadera la vida de quien padece insomnio, falta de apetito, dolor de cabeza y muy mal humor. Por este motivo avanzaron los cultivos legales en Holanda, España, Estados Unidos, Suiza y Canadá. Lo llaman “el uso compasivo”. Los motivos para el uso recreativo no hace falta enumerarlos. Cada fumador sabe por qué la defiende. La marihuana podrá afectar la memoria, pero no las convicciones.

Fuente Página 12


Qué linda noche, por Andrés Calamaro

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¡Qué día histórico! ¡Hoy los tacheros me saludan (desde el taxi) con gritos y hurras! La primavera empezó anticipada, los periódicos vienen con buenas noticias, alegrando el día desde la mañana. Después de largas décadas de insensatez, de juventudes oprimidas y menoscabo de la moral y la dignidad; de edictos que permitían demorarnos, interrumpir nuestras caminatas, amenazar nuestra libertad; después de décadas de persecuta, de disgustos legales, por fin podemos decir (hoy) que fumarse un porro es completamente legal, que el “legal tender” es una batalla ganada, que la razón está despertando. No me senté a estudiar el “fallo” que tendría que ser ley, y que es justicia poética; pero finalmente vemos el final del laberinto kafkiano: “De la piel para adentro mando yo”.

Ahora habrá que explicarle a “Doña Rosa” que la DESPE no tiene nada que ver con el “paco”, que la “droga” no se va a regalar en la puerta de los colegios; y es probable que escuchemos, todas juntas, las idioteces que escuchamos en los últimos treinta años. Pero nada puede empañar este instante fecundo.

Con gran fuerza simbólica, y haciendo eco de similares “fallos” (¡hoy no deberían considerarse fallos!) en países hermanos, la rica marihuana, la planta maestra por excelencia, es más legal que antes.

También es justo reconocer que nadie nos impuso nunca nada, que jamás dimos el brazo a torcer, que fumamos lo que nos dio la real gana, siempre y en cualquier lado; que no nos doblegaron siquiera en los años siniestros de la dictadura; que arriesgamos nuestra libertad comprando, fumando, traficando, regalando y vendiendo el entrañable “faso”; que fumamos “placa prensada” con olor a meados o amoníaco, que ahora podemos elegir entre cogollos premiados en Holanda; que también queremos DESPE para el gramo de merca, para dos pastillas & que debería reconsiderarse la figura del “narco-ciudadano”, porque la TENENCIA a través de las fronteras es apenas una “falta blanda” que jamás debería convertirnos en objetivos de la Interpol o de la DEA (¡qué barbaridad!).

Hace décadas que juristas, científicos, ministros, psiquiatras e intelectuales están reclamando un poco de cordura en la jurisprudencia. Hace 25 años de la “Ley Bazterrica”, cuando el Dr. Stefanuolo sentó precedente de “tenencia para consumo propio y privado”; hoy la “Ley Zaffaroni”, acaso conocida como “Ley Aníbal” o “Ley Andresito”, es tapa de los diarios; el “carnaval careta” va a protestar …

Lo de siempre. Nadie nos quita lo bailado y esta noche salimos todos a fumar, con descaro, a la vereda.

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McGuffins, por Marcelo Figueras

Cuando era chico le tenía miedo a la policía. Y no un miedo cualquiera. Si me definiese como yutafóbico no estaría exagerando. Al principio no sabía por qué. Yo vivía en un mundo hecho de cine, música, libros e historietas, y en consecuencia nada me aburría más que los noticieros, los diarios y los adultos. Por eso mismo no contaba con argumentos racionales para explicar mi grand mal. Pero no podía ignorar lo que me decía la boca del estómago. Si veía un azul a lo lejos, empezaba a transpirar como luchador de sumo en Ipanema y cruzaba de vereda o daba la vuelta a la manzana, para retomar el camino original. Es que con los monstruos de la ficción me llevaba muy bien: en el fondo, Drácula es un héroe romántico incomprendido; y Frankenstein, una víctima. Lo que me quitaba el sueño eran los monstruos del mundo real.

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El hecho de que yo no fuese culpable de delito alguno no formaba parte de la ecuación. Aun en mi inocencia, entendía que la policía tenía menos que ver con la ley que con un poder omnímodo y ominoso que regía la vida de los ciudadanos. Podían hacer con vos lo que quisieran. Todavía hoy sudo cuando se aproxima un patrullero o me paran en la calle, aunque mis documentos estén en regla. Old habits die hard, dice el refrán: “Los viejos hábitos son duros de matar”.

El fin de la dictadura no aplacó mis resquemores. La policía seguía siendo la misma y las leyes seguían proporcionando McGuffins. Según Hitchcock explicó tantas veces, un McGuffin es un elemento u objeto que pone la trama en acción: como el Halcón Maltés de la novela homónima, o la “pata de conejo” de Misión Imposible 3. La esencia del McGuffin es que en realidad importa poco. La mayor parte de las veces (como hizo J.J. Abrams en MI3) ni siquiera es necesario explicar de qué se trata: el McGuffin es apenas una excusa.

Nuestras vidas están sembradas de McGuffins que ponen en riesgo las libertades individuales, al proporcionar a los poderes fácticos el argumento que necesitan para avasallar la privacidad y reprimirnos sin siquiera producir pruebas. (Llegado el caso, las plantarán en nuestros bolsillos o las inventarán. ¿No fraguó acaso un gobierno pruebas que lo condujeron a la guerra con Irak, no juró la administración Bush estar en posesión de evidencia que jamás existió?)

En este tiempo, los McGuffins más grandes siguen siendo dos: el terrorismo y las drogas. No estoy sugiriendo que no constituyan problemas reales sino que los poderes los utilizan como ardid que justifica su avance sobre nuestras libertades: para combatir el terrorismo nos espían a diario y nos detienen sin necesidad de dar explicaciones; para combatir las drogas piden vía libre para la mano dura e instalan bases militares en Colombia. Por supuesto, el primer efecto de esta línea de acción es perjudicar la lucha contra el terrorismo verdadero y el narcotráfico. A todo el mundo le consta que ambos males les han rendido tantos servicios a los poderes establecidos, que de no haber surgido solos los habrían inventado.

Por fortuna para los argentinos, el fallo de la Corte Suprema le arrebató a la policía uno de sus McGuffins más explotados. Ya no podrá usar la excusa de la droga para hurgar en los bolsillos de nadie, ni propiciar internaciones compulsivas. Plantar cinco kilos de cocaína les va a resultar más complicado que tirar un fasito dentro del auto para llevarte preso y armarte una causa. Como les ocurre a los guionistas de cine cuando no cuentan con un McGuffin, ahora no les quedará otra que trabajar de verdad.

En lo que a mí respecta, no estoy mucho más tranquilo. Macri se quedó con las ganas de nombrar a alguien Fino al frente de la Metropolitana (ser Fino es PRO, ser PRO es Fino), pero mientras Guillermo Monjenegro esté a cargo de Justicia, la costumbre de temerles más a los policías que a los chorros seguirá siendo pura sensatez.

Va a estar bueno Buenos Aires. Pero no antes de las PROximas elecciones

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No sea que te vuelvan agarrado, por María Moreno

El martes, la voz de los oyentes participativos de las radios conserva se hizo oír con variaciones dentro de una lógica común: “Ahora los traficantes van a vender más porque sus clientes van a estar tranquilos; y los que no se animaban por miedo, ahora van a empezar a animarse; y de la marihuana a la cocaína hay un paso, y de ahí a la heroína otro, y de ahí a vender, otro más, y esa escalada la promueven jueces de la Nación”.

Pero la lógica produce un tipo de verdad que sustituye la observación y el testimonio por el razonamiento. En Una excursión a los indios ranqueles, el narrador quiere salvar a su protegido, el cabo Gómez, acusado de matar a un vivandero, haciendo razonar a un juez de instrucción. ¿Tenía el cabo su cuchillo al cinto? ¿Sí? ¿Se le había encontrado el puño de la camisa manchado de sangre, pero esa mañana había estado carneando una vaca? ¿En los bolsillos del pantalón de la víctima estaban las doce libras esterlinas que, según testimonios, tenía sin que faltara nada? ¿Se había encontrado un arma entre los pajonales que no era la de Gómez? El cabo solía ser ladrón, no hubiera matado sin vaciar bolsillos y el arma asesina no era la suya. Entonces era inocente. Sólo que … el cabo Gómez había matado al vivandero.

En la creosota esparcida por el piso, las huellas son desiguales. Ergo, el asesino es rengo”, dice, durante la investigación de uno de sus casos, Sherlock Holmes (entre paréntesis, eterno sujeto de “tenencia” de diversas drogas duras). Bastaría un asesino que, conociendo la lógica de su perseguidor, rengueara astutamente en el momento del crimen, para no ser descubierto, pero eso jaquearía la serie de Conan Doyle.

Porque ni la autogestión del placer ni lo que se llama “adicción” funcionan así. La prohibición incentiva el deseo y desarrolla las estrategias del disfrutón de químicos quitapenas, mientras que el peligro (caer preso) o la ausencia de él (no ser penalizado) son razones invisibles para quien está en una economía de escalada.

Despenalización no es legalización, pero permítaseme una lógica basada en la observación avalada por los documentos internacionales para hablar de la experiencia de legalización del aborto: cuando se ha establecido la ley, no han aumentado los abortos sino que la aplicación de la ley por parte de los médicos de los hospitales públicos no ha sido homogénea. El problema ahora, en cuanto a la despenalización de la tenencia, es cómo lograr que el efecto bola de nieve, agotada metáfora de los prohibicionistas –literatos del crescendo sin suspenso y remanido final gótico ejemplar– se genere en los jueces y no que se encuentre un límite en sus convicciones personales como para que juzguen tenencia a una pelusa de alfombra y consideren involucración a terceros a la simple ronda de porro o pase de línea que dicta la buena educación.

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Esa tapa la tengo en casa, por Juan Forn

Tengo colgada en la pared de mi cuartito de trabajo, desde hace diez años, la tapa de este número de Radar. La hicimos, la hizo Ros, en 1998, para acompañar una nota de tapa escrita por María Moreno, que se proponía reunir la mayor cantidad posible de testimonios de artistas e intelectuales argentinos dispuestos a decir públicamente que fumaban marihuana y por qué lo hacían. El origen de la nota lo tengo un poco difuso, pero podría asegurar que fue en respuesta a una de esas periódicas avanzadas de los fundamentalistas antinarcóticos que sostienen que la marihuana es el rito de paso sin retorno al infierno de la droga. La idea era soslayar por una vez el debate jurídico-penal y hacer centro, en cambio, en el uso que les daban al fumo esos artistas e intelectuales. En otras palabras, hablar del porro desde adentro, como hablan de él los que fuman.

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Teníamos una lista impresionante de pintores, escritores, músicos, actores, directores de cine y de teatro, bailarines, coreógrafos, jueces, profesores universitarios. Había jóvenes y viejos, varones y mujeres, atorrantes y millonarios. La lista se fue armando sola en cuanto hicimos correr la pregunta: ¿a quién conocés que fuma? Pero se fue achicando casi a la misma velocidad en cuanto María Moreno empezó a pedirles testimonio. Al final quedamos con tan poquitos que la Moreno optó por convertirla en una de sus cruzadas habituales: convirtió a los fumones en una minoría y les dedicó una de esas defensas que sólo ella es capaz de hacer, entre la reivindicación de barricada y la lírica del tercer vaso de whisky. Que pegaba de una manera mágica, delirante, con la tapa que hizo Ros, que parecía una propaganda de cigarrillos.

Cuando subimos con la prueba de tapa a dirección, en uno de esos fotocromos hermosos que se usaban en aquella época, nos dejaron un rato larguísimo esperando afuera, en lugar de comentarla con nosotros presentes, como siempre. Ros y yo pensamos que se caía la tapa por apología de la droga, pero por suerte no. En cierto momento de aquella espera yo le pregunté a Ros si me podía quedar con el fotocromo de recuerdo, y él me dijo que sí sin decir una palabra, así que esa noche me lo llevé del diario y lo puse en mi pared, y ahí estuvo estos diez años, primero en Buenos Aires, después en Gesell, hasta que esta semana por fin se hizo realidad.

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(1 de setiembre de 2009)